A fines de la década pasada la principal preocupación del europeo medio se centraba en la crisis que terminó desbaratando el Estado de bienestar. Unos años después el tema del medio ambiente –alimentada por la tragedia nuclear de Fukushima- pasó a ser el principal motivo de inquietud. En la actualidad, tras la ola de refugiados y los últimos atentados de París y Bélgica, pocos dudan de que la relación entre el llamado Occidente y el mundo islámico ha pasado a ser el asunto que más perturba a los europeos.  

Las opiniones sobre este último tema cada vez se presentan más extremas. Por un lado están quienes piensan –son cada vez menos- que Europa tiene el deber moral de atender a todo solicitante de refugio al margen de sus creencias religiosas o de su procedencia. Por otro lado están quienes –ya una mayoría– se inclinan por el rechazo a la sociedad islamista en tanto la consideran una amenaza a la supervivencia de la sociedad occidental. En los últimos meses, son estos últimos los que han logrado ganar mayores espacios en el espectro de la opinión pública, se les encuentra ya en algunos círculos académicos e incluso han adquirido la capacidad de orientar las agendas de los principales políticos.

Guerra de civilizaciones y crisis de la interculturalidad

Quienes opinan en favor de la urgente e impostergable defensa de Occidente tienen una lectura histórica de los hechos, para ellos, los últimos acontecimientos no son más que la continuación de la vieja inclinación islamista por ocupar Europa –ya expresados en los fallidos intentos del Califato de Córdova, de Solimán el Magnífico y el de Ali Pasha en Lepanto- e imponer su modelo teocrático, autoritario y misógino de la sociedad. En favor de la consecución de este objetivo el islamismo en la actualidad –piensan ellos- ha apostado por dos estrategias bien definidas: por un lado la organización de atentados terroristas con miras a provocar la desestibilización de los gobiernos europeos y -por otro lado- la ocupación lenta y paciente a través de las migraciones. La figura del refugio –cual caballo de troya– viene introduciendo el islamismo en Europa y constituyendo un canal para el ingreso de miembros del extremismo yihadista.

Por ello es indispensable –arguyen- la toma de medidas tajantes y rápidas, como el cierre de fronteras con vallas y eventualmente ejércitos, así como el inmediato inicio de una campaña de aculturación de los inmigrantes ya instalados en Europa.

Este razonamiento parte de una clara premisa: existen dos mundos claramente delimitados, paralelos en el tiempo, el de occidente, moderno y democrático, y el de oriente, básicamente arcaico. Se trata de una visión que ya tiene el respaldo de analistas y académicos prestigiosos: Samuel P. Huntington, por ejemplo, afirma que los principales conflictos del S XXI serán los conflictos entre civilizaciones, y no entre ideologías, como sucedió durante la mayor parte del siglo XX. Paul Scheffer -un renombrado intelectual afín al partido Laborista de Inglaterra- ha escrito La tragedia multicultural, en el que se resalta la superioridad moral de Occidente y que ya desde el título expresa su rechazo a la convivencia cultural.

Finalmente, otro dato muy mencionado para avivar los temores y confirmar la cercanía de la temida invasión, proviene de la estadística que sobre el crecimiento poblacional mundial ha publicado las Naciones Unidas, en el se afirma que para el 2050 la población africana se incrementará en un 109% mientras que la de Asia crecerá en casi un 50%.

Occidente y Oriente, dos historias adheridas

Sin embargo, las historias de los pueblos orientales y occidentales tienen innumerables intersecciones por lo menos desde comienzos del siglo XX, cuando los capitales de la Standar Oil y la Shell Corporation se hacen de los principales yacimientos petrolíferos del cercano y medio oriente. Si bien es cierto que en la actualidad la propiedad de estos ha vuelto a los países de la región, las grandes empresas comercializadoras del petróleo siguen siendo en la actualidad americanas y europeas. Esta presencia transnacional tuvo además un rol protagónico en la configuración política y económica de la región. Como recuerda el filósofo esloveno Slavoj Zizek- ”el actual aumento de Estados fallidos en Oriente es una desgracia intencionada, una de las formas en que las grandes potencias ejercen su colonialismo económico y que tiene su origen en las fronteras arbitrarias dibujadas después de la Primera Guerra Mundial por el Reino Unido y Francia”.

En las últimas décadas la presencia de Occidente ha modificado su perfil, pero sigue siendo igualmente activa, lo confirma su apoyo militar a las tropas rebeldes de Afganistan (1978-1992), su participación en la Guerra del Golfo, la invasión de Iraq y -más recientemente- el explícito apoyo al derrocamiento de Gaddafi el 2011, calificado por el propio Obama como el peor error de su gobierno en tanto –admite- solo ayudó a propiciar el fortalecimiento de los extremismos. El presidente americano en realidad se queda corto, ya que todas estas injerencias tienen directa relación con el surgimiento del DAESH.

Occidente a su vez -además del petróleo- tiene un interés que es poco mencionado a pesar de su importante rol en el desenvolvimiento de los conflictos bélicos: el lucrativo negocio de la venta de armas. No olvidemos, que de cada cuatro proyectiles disparados, dos han sido producidos por los Estados Unidos y uno por la UE. Para muchas empresas, ciertamente, la extensión del conflicto se traduce en grandes beneficios económicos. Las atroces destrucciones que ahora sufren las ciudades de Siria –y que tienen directa implicancia en el exponencial incremento del número de refugiados- se deben no solo al fanatismo y ceguedad de los bandos, sino también a la capacidad destructiva de las armas que les han sido vendidas.

La presencia de Occidente también se expresa en términos comerciales. La posibilidad de comprar materia prima, utilizar manos de obra barata, y contar con un mercado para la venta de los productos occidentales –que dieron origen al colonialismo- siguen vigentes en la actualidad y tienen que ver directamente con el bienestar económico de la población europea y con la pobreza del resto del mundo. Se podría argumentar que tal situción es resultado del ingenio comercial y de la capacidad inventiva de Occidente, sin embargo esta opinión se invalida al comprobarse que los instrumentos políticos utilizados en su expansión comercial siempre estuvieron reñidos con el respeto a los derechos humanos y a la autodeterminación de los pueblos.

Por último, el crecimiento demográfico de las poblaciones africanas y asiáticas –esgrimidas como una amenaza a la „estabilidad” demográfica mundial- es en realidad un problema menor comparado con la tasa negativa que en la actualidad presenta Europa en su crecimiento poblacional. En efecto, en los próximos 50 años, su población se reducirá en un 15% y la tercera parte estará conformada por personas con más de sesenta años. Vladimir Spidla, comisario de la Unión Europea para el empleo, los asuntos sociales y la igualdad de oportunidades, en una reciente conferencia en Bruselas ha anunciado la crisis que se avecina: «nunca en la historia ha habido crecimiento económico sin crecimiento de población». Este panorama ya se presentó en la década del 80 y 90 y fue mitigado en sus efectos negativos gracias a la ola migratoria proveniente de Latinoamérica. En la actualidad este flujo ha cesado y Europa –de cerrar sus fronteras- corre el peligro de consumirse enarbolando el grito de rechazo a quienes tal vez tienen parte de la solución a sus problemas.