La jefa del fujimorismo ha planteado una falsa disyuntiva: los problemas inmediatos son más importantes que los proyectos de reforma planteados por el Ejecutivo. El problema, como lo demuestra la trágica historia de la carretera Cabanillas-Puno, es uno solo: el lamentable –sino corrupto– desempeño de nuestras instituciones a nivel regional y nacional que siempre termina por esquilmar a los que menos tienen.
Hace cuatro años, antes de partir desde Arequipa hacia Puno, recibimos la noticia de que podíamos ahorrar tiempo si en vez de la ruta tradicional nos decidíamos por la recién inaugurada carretera de 56 kilómetros que unía el pueblo de Cabanillas con la ciudad de Puno. Además de que la distancia ciertamente era menor, nos ahorrábamos el tiempo –casi nunca menos de una hora– que requería el cruzar la siempre agitada y abigarrada ciudad de Juliaca. Naturalmente aceptamos el consejo y tomamos el desvío que debía llevarnos primero a Mañazo, luego a Vilque y finalmente a la ciudad de Puno.
El radiante sol del Altiplano resaltaba la ausencia de huellas en el asfalto por lo que supusimos que nuestro vehículo debía ser uno de los primeros en transitarla, debió ser así, ya que de las viviendas de adobe e ichu cada tanto salían niños –y en ocasiones también adultos– agitando sus manos en señal de saludo. La precariedad de sus viviendas, de sus cercos, enaltecía las sonrisas con las que nos saludaban. Era claro que estaban esperanzados en esa nueva pista recién asfaltada, y que al divisarnos parecían al mismo tiempo avizorar las oportunidades que siempre esperaron. Era la prueba de que no eran invisibles, que no solo existían barateando sus productos en los mercados de las capitales de provincia, a los que muchas veces debían llegar caminando. Ese asfalto significaba muchas cosas, ellos lo sabían: abaratamiento de costos de producción y comercialización, ahorro de tiempo en los desplazamientos, una mejor educación, acceso a los servicios de salud, en suma, beneficios que generarían –entre otras cosas– mejores condiciones a la hora de enfrentar las duras heladas de junio y julio especialmente crudas en este territorio que claramente superaba los 4 mil metros de altura. Cómo no podían estar emocionados.
Luego de un año, tuvimos que hacer el mismo viaje. Imaginé que la carretera había ya –a pesar del poco tiempo– generado importantes cambios. No lo había pensado antes, pero ahora sí reparé en que esta carretera debía haber creado un valioso lazo en la oferta turística de la región, en tanto unía el cañón del Colca con el Lago Titicaca, dos constantes en las preferencias nacionales e internacionales. Sin dudarlo, llegando a Cabanillas tomamos el desvío rumbo a Puno.
Transcurrimos los primeros kilómetros por una trocha que difícilmente hacía recordar la pista de nuestro primer viaje. Avanzamos esquivando huecos y residuos de asfalto con la certidumbre –trocándose en esperanza a medida que avanzábamos– de que tal estado era tan solo producto de alguna inundación no prevista. Recordamos que más adelante la pista ganaba algo de altura y quisimos creer que desde allí todo iría mejor. Avanzamos lentamente a una velocidad que no superaba los 20 km por hora. Ya en la zona de colinas el estado de la carretera no solo no mejoraba, sino que había perdido el asfalto que la recubría, el cual había terminado en pequeños cúmulos a los bordes del camino, imagino que gracias a la labor de los moradores del lugar que así evitaban que las lajas negras se conviertan en obstáculos y lograban con ello que el camino –por lo menos– vuelva a ser el de antes, ese que con todas sus limitaciones era mejor que el que había resultado tras la presencia de aquellas autoridades e ingenieros que un día arribaron a ofrecer la pista y pedir votos.
En la actualidad la carretera está intransitable a lo largo de sus 56 kilómetros, nadie que desee un viaje seguro optaría por esta ruta. Los pequeños pueblos de la zona han vuelto a la marginación de siempre, nada ha cambiado en estos dos años. Cuando alguien pasa cerca de sus puertas, ya nadie agita sus brazos, todo es silencio.
La obra fue realizada por el Consorcio Mañazo y fiscalizada por JNR Consultores. Sería ingenuo, cándido, incluso idiota –debido a la notoria evidencia– dudar que tras la ejecución de esta obra no terminaron enriqueciéndose una serie de autoridades corruptas. ¿Qué poder oculto se encuentra tras esta corrupción que lleva a que sus perpetradores actúen con tanta alevosía y desparpajo?
Hasta el día de hoy, a pesar de las denuncias, nadie ha sido acusado formalmente tras la dilapidación de los S/34 millones invertidos. No es difícil sospechar la ruta del dinero robado: lavado en alguna cooperativa regional o en algún negocio de falsa prosperidad, debió pasar luego a ser invertido en la campaña electoral de algún partido vía publicidad, cocteles o donación de locales, entre otras modalidades ya registradas. Si la inversión fue contundente, como seguro lo fue, la recompensa debió haberse traducido en alguna alcaldía o curul parlamentaria que a su vez posibilitó el intercambio de favores con miembros del poder judicial expertos en bloquear investigaciones.
Lamentable convicción, más aún cuando tenemos la certeza de que la carretera Cabanillas-Puno expresa la existencia de un patrón diseminado de corrupción que –sin una clara y enérgica oposición– terminará por copar espacios de gobernabilidad a nivel nacional.