La película El Hijo de Saúl, del húngaro Nemes Jeles László , es una de las excepciones a las que de vez en cuando el imperio de Hollywood se permite invitar para reflejar una apertura hacía el cine alternativo de calidad. Si bien es cierto que la película lleva bajo el brazo un valioso galardón, nada menos que el Gran Premio del Jurado de Cannes, su prestigio en el campo del cine se sustenta sobre todo en su propuesta innovadora que, en este caso, parece haber llegado a buen puerto. 

La película

El film apuesta por un recurso técnico que sin ser nuevo, nos ofrece tal vez su más elevada aplicación. Se trata del manejo de la cámara -practicamente solo hay una- siguiendo al personaje principal a dos o máximo tres metros de distancia. Un recurso muy similar al usado en las llamadas películas Found Footage que ha sido especialmente utilizado por el género de horror. Entre estas siempre quedará bien parada por su rol precursor El Proyecto de la Bruja de Blair, que incluso logró filtrar la sospecha de que algunas secuencias correspondían a la vida real, al igual que lo intentaría –aunque con evidente menos éxito- la denostada Canibal Holocausto. También se esmeraron en su uso, con mejor éxito en taquillas, la espanola REC , la 1 y la 2, y Cloverfield, que ya anuncia su segunda parte. Películas recientes desde otros géneros han intentado introducir este criterio técnico en sus creaciones, aunque de manera más bien parcial, es el caso de El legado de Bourne, cuando a Matt Damon le interesaba más la fama que el prestigio, y de El Renacido, la película de Alejandro Gonzáles Iñárritu que interpreta Leonardo DiCaprio y que también se va por el Oscar.

El auge del género documental tiene que ver mucho con estas nuevas concepciones. En efecto, en los documentales la necesidad de captar los hechos tal como vienen hace que el movimiento de las cámaras quede en evidencia, y que estas terminen convirtiéndose en los ojos del camarógrafo, en su visión, y en esta lo natural es que haya continuidad, no hay cortes, máximo pestañeos.

Lo que parecía un defecto en los documentales, termina convitiéndose en una cualidad en el cine de ficción, una manera de lograr que el expectador experimente la sensación de estar en el lugar, expectando los acontecimientos.

El Hijo de Saúl parece en un inicio buscar este efecto, pero a medida que se suceden los acontecimientos va quedando claro que el director lo que busca es meternos bajo la piel del protagonista, hacernos sentir que al igual que él, hemos sido inesperadamente arrojados al interior del Campo de Concentración de Auschwitz. Cuando reaccionamos ya somos parte de los hechos, nos encontramos involucrados en la obsesiva búsqueda de Saúl por encontrar un rabino que santifique el cadáver de su hijo antes de sepultarlo. Junto a él nos apuramos, agitamos, y tememos, y le ayudamos a cargar el cuerpo inerte cuando -aprovechando una rebelión de los Sonderkomando, los guardias judíos encargados del orden interno - logramos escapar del Campo.

Otra novedad estilística que refuerza lo anterior, es la utilización del formato de pantalla 1.33:1, esa imagen casi cuadrada de nuestros televisores antiguos. En el espectador acostumbrado a la imagen rectangular que en el cine actual predomina, lo que se produce es una sensación de limitación en la visión, de enclaustramiento, de haber perdido algo de nuestra libertad.

La reacción

No han faltado los que han criticado a Nemes por no ser original en la elección del tema. En primera línea los que no han visto el film. En su país los grupos nacionalistas afirman que ya es hora de que alguien haga películas sobre los indomables jinetes magiares o los modélicos húsares húngaros y han promovido la indiferencia a los triunfos que Nemes viene cosechando. Tal como lo hicieron frente a Sin Destino -la novela de Kertesz Imre que relata el paso de un adolescente húngaro por el infierno de Auschwitz- cuando su autor obtuvo el premio Nóbel de Literatura el 2002, y tiempo antes con Mefisto, el magistral film de Szabó István que ganó en 1981 el Oscar a la mejor película extranjera.

Un sector de la población no siente el piso parejo cuando alguien recuerda los finales de la Segunda Guerra Mundial. Hay razones para ello. El 19 de marzo de 1944 en la llamada Operación Margarethe las tropas alemanas invaden Hungría a pesar de ser este país parte de las potencias del eje. Una de las razones de la invasión fue la de evitar que Hungría negocie por separado la paz con los aliados, otra razón - menos pública- fue la de aplicar en ese pequeño país la llamada solución final al problema judío. Esta última tarea Hitler la confiaría a Adolf Eichmann, el mismo al que un comando secreto israelí del Mossad secuestraría en 1960 en Buenos Aires y que -tras un juicio mediático y relámpago- terminaría siendo ejecutado.

La población de origen judio en Hungría bordeaba el millón y medio, Hitler lo sabía, y si en 1944 presentía ya la derrota quería por lo menos ganar la lucha que en su fuero interno libraba contra ellos. Hitler exigió a Eichmann la organización de la deportación de todos los judíos húngaros al Campo de Concentración de Auschwitz. La tarea parecía imposible, en tanto Eichmann contaba tan solo con doscientos efectivos alemanes a su disposición, pero Hitler no aceptaba negativas.

Después de dos meses, Eichmann notificaba al Führer una cifra que a él mismo asombraba, había logrado enviar 437 000 judios húngaros con destino a Auschwitz. En su informe Eichmann notificaba que "tales logros han sido posible debido a la eficiente participación tanto de la ciudadanía como de la administración estatal húngara, en la que cabe destacar el activo rol de la policía urbana local así como la presta ayuda de las autoridades encargadas de la red ferroviaria".

De ellos solo 40 mil retornarían con vida. La historia de la humanidad no registra nada parecido. De obtener el Oscar, la película de Nemes habrá logrado un gran triunfo, es cierto, pero otra victoria aun espera tanto a su película como a todos los que en Hungría luchan contra el olvido, la impunidad y los intentos por imponerla.